Ciudad Babilonia amaneció cubierta de
niebla, coincidiendo con el comienzo de un otoño incierto. Las hojas moribundas
goteaban un rocío perenne y frío que mojaba con impertinencia cabezas de
transeúntes, todos ellos enfrascados en pensamientos que bien podían ser
continuaciones de sueños nocturnos. El típico caos vehicular hacía que cruzar
una simple calle, fuera un derroche de adrenalina, mientras los conductores
mascullaban insultos y soñaban con la tarde del próximo viernes.
Vos, como todos los días, te
encaminaste silenciosamente hacia la estación de ferrocarril, con tu
impermeable gris y el maletín de sucedáneo de cuero. Tu costumbre de salir
temprano permitió que tu paso fuese medido y tranquilo. O medido y
pretendidamente tranquilo, para ser mas exactos. Sentías la boca seca, la
garganta cerrada, te costaba tragar la poca saliva que tenías y tu corazón,
acusando el temor que te invadía, palpitaba acelerado, casi irregularmente,
poniéndote aún más nervioso.
Así llegaste a la entrada de “Beta 5”,
ex estación “Libertad”; haría unos dos años que se las había renombrado a todas
como parte del programa de renovación del lenguaje público, entonces se eligieron
nombres neutros para evitar la representación de ideas incompatibles con el
orden social. Atravesaste el control de pasaje sin contratiempos, pero al final
del largo pasillo que desembocaba en el andén, sabías que estaban los guardias
de “Seguridad Ciudadana”, esos que te clavaban la mirada sin pestañear,
esperando descubrir alguna señal que les indicara que debían sospechar de vos,
mientras se golpeaban suavemente las botas con el bastón, como indicando que
siempre estaban en alerta para usarlo.
Pero pudiste mantener la calma de
alguna manera y hasta sostuviste por unos segundos la mirada del guardia más
próximo, aunque el corazón galopaba incontrolado dentro de tu pecho. El tren
eléctrico se detuvo silencioso y abordaste el segundo vagón, te abriste paso
entre la gente y te ubicaste de espaldas a la puerta opuesta, tal como se había
pactado. Entonces empezaste a observar los rostros, las actitudes, los
ademanes, tratando de descubrir a tu contacto, buscabas señales tal como hacían
los guardias. Hasta te atemorizó la idea de parecérteles. ¡Báh! ¡Qué
estupidez! Confundir así las cosas...
Lo mejor era esperar. Si no te
contactaban en ese viaje, esperarías nuevas instrucciones. Además las cámaras
registraban los movimientos del pasaje y no valía la pena exponerse con
actitudes sospechosas. Entró al vagón un vendedor ambulante ofreciendo unas
golosinas baratas, esas de sabor dudoso para paladares sencillos. Vos lo
observaste con indiferencia, seguramente te molestaban los discursos de los
vendedores ferroviarios, sobre todo a la mañana.
Hasta que el hombre se detuvo frente a
vos y notaste que te miró fijo ofreciéndote la golosina. ¡Era el contacto! Sin
dudarlo sacaste la billetera, le pagaste y guardaste el pequeño envase en el
bolsillo del impermeable. Ahora sí… ¡estabas aterrorizado! Inmediatamente te
vino a la memoria la imagen del negro Guzmán siendo arrastrado por la calle
ante la mirada impotente de sus hijos y la mirada curiosa y oculta de los
vecinos tras las persianas. Los guardias lo subieron a empellones a un camión
militar y no se lo volvió a ver nunca más. ¿Su crimen? Habló de más en la
Administración de Asuntos Públicos, haciendo un estúpido trámite de rutina; se
quejó de la burocracia estatal, dijo que maltrataban a la gente y que los
funcionarios eran incompetentes puestos a dedo por el gobierno. Fue suficiente.
¿Y vos? Vos que siempre fuiste un
mediocre, un pobre cagatintas de oficina, un cobarde sin remedio, ¡un cobarde tan
miserable que no tuviste el suficiente coraje para romperle la cara al amante
de tu mujer! Te dejaste humillar impunemente y te quedaste solo como un perro,
tratando de entender qué rumbo había tomado tu vida. Y ahora estás metido en
esto…
II
Los ojos del Alto Comisionado de
Naciones Unidas se detuvieron en una gigantografía callejera; el rostro de un
niño rubio sonriente, estirando los brazos hacia arriba y una leyenda que
rezaba “Ciudad Babilonia: seguridad, orden, trabajo”. Pero la velocidad del
auto blindado no le permitía apreciar detalles; dos policías motorizados
adelante y dos atrás lo custodiaban al tiempo que abrían paso atronando la
calle con sus sirenas. La seguridad era una buena excusa para mantenerlo casi
aislado de la población y durante dos días sólo había mantenido reuniones con
funcionarios del gobierno y con empresarios adictos al régimen. Recién ahora
tendría oportunidad de escuchar la opinión de algunos sacerdotes católicos que
hacían tareas sociales en barrios de emergencia, opinión a nivel individual, ya
que institucionalmente, la Iglesia había demostrado sobradamente su adhesión a
las ideas de “orden” del gobierno.
Era un hombre de unos 65 años o tal
vez más, el rostro ajado y cansado, una barba cana le daba marco a un mentón
anguloso y firme. Sorbió lentamente el mate hasta que un sonido sordo de
burbujas indicó que se había terminado, volvió a llenarlo con agua caliente y
se lo extendió al comisionado quien lo declinó amablemente con una sonrisa.
-
No
padre, gracias. Intenté tomar mate una vez, pero es demasiado amargo para mí.
-
Entiendo,
esto no es para paladares europeos – respondió el sacerdote con una sonrisa
triste.
-
Bien,
sabemos de su trabajo en las villas miseria, como les dicen ustedes. También
estamos informados acerca de las actividades represivas del Estado. Tomaremos
en cuenta su declaración y la de sus colaboradores, pero necesitamos
documentación, pruebas irrefutables que pongan en evidencia ante la comunidad
mundial las atrocidades que comete el gobierno contra la población civil.
-
Lo
sé, señor. Tenemos esa documentación. Nos costó mucho dinero, hubo que sobornar
a un funcionario del Ministerio del Orden Interno, que además estaba
disconforme porque le negaron un ascenso. El problema es que fue descubierto y
apresado; no necesito decirle que lo torturaron hasta que confesó todo y esa
información ya condujo a los de inteligencia a dos de los nuestros. – la preocupación
se reflejaba en el ceño permanentemente fruncido del cura – Estamos viviendo
una situación crítica, casi terminal, Dios nos ampare... Por eso hemos tomado
medidas de seguridad extremas e inusuales.
-
¿Cuándo
tendré los documentos, padre?
-
Hoy
mismo. Como le dije, desarrollamos una compleja red de intermediarios hasta
llegar al último eslabón, al mensajero que entregará una tarjeta micro SD con
toda la información secreta del Ministerio.
-
Descarto
que es un hombre confiable…
El religioso sonrió levemente y suspiró
antes de responder.
-
Se
trata de alguien completamente insospechado, un don nadie que jamás supo
comprometerse con causa alguna; no tiene antecedentes ni actividades sociales
que lo involucren en nada. Debe estar llegando en cualquier momento.
III
La muchedumbre te expulsó
prácticamente del tren y te encaminaste rápido al ómnibus que te llevaría a
destino, antes te detuviste en un puesto callejero y le compraste un encendedor
descartable a un chico delgadito y morocho vestido con una camiseta de fútbol.
Seguías con la garganta cerrada, tus
manos húmedas por un sudor frío, resbalaban del pasamanos del ómnibus, que
velozmente esquivaba coches y peatones. Mientras tanto tu mente reproducía
pensamientos atormentados de tu pasado, momentos dolorosos, sentimientos
terribles de toda una vida inútil, sin pasión. Las lágrimas nublaron un cartel
que prometía un futuro brillante para Ciudad Babilonia. Ya no importaba nada.
Bajaste en un barrio de casas bonitas,
arbolado, que jamás habías recorrido. Entonces
notaste que te seguían. Una mujer regordeta y rubia pretendía mostrarse ajena a
vos, pero te miró de reojo, cruzaron las miradas y de inmediato supo que la
habías descubierto. Fuiste la carnada perfecta, lo habías logrado, te
convertiste en un héroe anónimo, un héroe que tal vez en un futuro fuese
reconocido. Tal vez… no importaba, habías hecho algo trascendente por los
demás, por un mundo mejor, por una vida mejor, aunque vos no lo vieras nunca…
¿Qué mejor manera de terminar, de
reivindicarte contigo mismo? Dos hombres se te acercan, pero ya no te preocupa
lo que te pase. Una extraña sensación de serenidad se adueña de vos de repente,
algo inexplicable. Y entonces, cuando ya casi estan encima tuyo, mordés la
cápsula de cianuro y un sabor amargo te invade la boca y tras unos segundos, un
sudor frío te cubre el cuerpo, mientras unas manos te sujetan los brazos
bruscamente y la vista se te nubla y no podés distinguir los rostros de tus
verdugos. Un viento fresco te acaricia la cara y sonreís, inexplicablemente…
sonreís.
IV
Los policías motorizados montaban
guardia en la puerta de la humilde capilla, fumando y contándose chistes
verdes, uno más soez que el otro. La villa estaba tranquila, pero era una
serenidad tensa, porque la presencia de los guardias hizo que los habitantes se
refugiaran en la efímera seguridad de sus ranchitos.
La puerta de entrada crujió al
abrirse. El alto comisionado y el sacerdote giraron sus cabezas hacia el sonido
y se sorprendieron ante la vista de un chico. Era delgadito, morocho y vestía
una camiseta de fútbol, su rostro tenso reflejaba temor, ansiedad, nerviosismo…
-
Hijo,
¿quién sos? ¿En qué puedo ayudarte? – dijo el cura, buscando una explicación a
esa presencia inesperada.
-
Padrecito.
Dice el señor que no lo esperen, que no va a poder venir. Que le encontró
sentido a su vida… Eso me pidió que le dijera, y que le diera esto…
Al tiempo que hablaba, el chico
delgadito, morocho y vestido con una camiseta de fútbol, extendió el brazo,
temeroso, dubitativo. En la mano tenía una barra de chocolate barato, una de
esas golosinas para paladares sencillos.
Sergio Federico
Mayo de 2012